Noticias Asociación

Segorbe. Ensanchando el corazón y llenando el alma para ser Familias de Esperanza. 3-9 de agosto de 2025

Segorbe. Ensanchando el corazón y llenando el alma para ser Familias de Esperanza. 3-9 de agosto de 2025

Segorbe. Ensanchando el corazón y llenando el alma para ser Familias de Esperanza. 3-9 de agosto de 2025

18 sept 2025

Ensanchando el corazón y llenando el alma para ser Familias de Esperanza

Todo comenzó el pasado 3 de agosto, en pleno verano. El sol de la tarde bañaba con su cálida luz la histórica localidad de Segorbe, en Castellón, cuando el Seminario Menor Diocesano abrió sus puertas a una multitud de maletas, abrazos y expectativas. Allí, entre muros cargados de historia, se daría cita la Semana del Máster de Pastoral Familiar, organizada por la Asociación Persona y Familia. No era un curso cualquiera: era un espacio de encuentro donde se reunieron 21 matrimonios, un diácono, dos sacerdotes, ocho monitores, una joven soltera y, sobre todo, 52 niños que, con sus risas y carreras, llenarían de vida cada pasillo y patio del Seminario.

Llegar a Segorbe fue como sumergirse en un pueblo que, aunque tranquilo en apariencia, se preparaba para acoger un torrente de vida. Las calles empedradas, el aroma a pan recién horneado y el calor del verano castellonense se mezclaban con un aire de expectación. Cada familia traía consigo maletas repletas no solo de ropa, sino de sueños y anhelos. Porque la pastoral familiar no es una teoría abstracta: es un viaje hacia dentro y hacia fuera, una invitación a confrontar la vida con la fe, a descubrir la fuerza de la comunión y la belleza del don mutuo.

La primera tarde fue de acogida. El claustro del Seminario, bañado por el sol del atardecer, se convirtió en escenario de saludos y presentaciones. No eran simples gestos protocolarios. El diácono Javier Carmena compartía su experiencia, los sacerdotes Fernando Simón y Juan de Dios Larrú ofrecían palabras de bienvenida y los monitores, atentos a los detalles, ayudaban a que ningún niño se sintiera extraño. Todos descubrían rostros que pronto se volverían familia. Y, en paralelo, los niños exploraban patios y pasillos como si fueran territorios de aventuras recién descubiertos.

Desde el primer amanecer, la jornada adquirió un ritmo que mezclaba oración, formación y convivencia. La capilla del Seminario se llenaba a primera hora con voces que compartían silencios y cantos. Tras la oración del ofrecimiento del día, la Eucaristía marcaba el corazón palpitante de esta experiencia: un encuentro íntimo con el Amado, fuente de la vocación al matrimonio y a la misión de ser familia al servicio del amor con mayúsculas.

Después llegaba el tiempo de la formación. Cada día, un ponente abría horizontes distintos: el lunes, Sonia Ortega habló del amor revelado en la Sagrada Escritura, no como una lección académica, sino como un espejo de las historias familiares presentes. El martes, Carmen Álvarez introdujo la riqueza de la Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II, mostrando que detrás de ese título misterioso late una pedagogía de la generosidad mutua, iluminada por testimonios concretos. El miércoles, José María Mira de Orduña desgranó la vocación del matrimonio como institución, recordando que enamorarse no es solo sentir, sino comprometerse, edificar Iglesia y sociedad.

El jueves, el padre Fernando Simón, con cercanía y sencillez, habló de educar en virtudes a los hijos: no hay crianza sin paciencia, sin presencia, sin coherencia. El viernes, el padre Juan de Dios Larrú abordó la paternidad y la maternidad en clave de misión, mostrando la belleza de dar vida y acoger al otro como don. Finalmente, el sábado, Eduardo Ortiz cerró el ciclo con una reflexión sobre el ser comunional: estamos hechos para la entrega, para descubrir que el verdadero bien se encuentra en el don de uno mismo.

Tomás y Carmen, uno de los matrimonios participantes, destacan que lo más beneficioso de la formación es “descubrir el gran tesoro que tenemos en la Iglesia, de todo un magisterio, una enseñanza de vida para nuestro matrimonio y en beneficio de todos que tenemos a nuestro alcance, pero que a veces por desconocimiento no llegamos a ponerlo en valor”.

Mientras tanto, los niños vivían su propio itinerario. Bajo la guía de los monitores, se sumergían en talleres, juegos y dinámicas, que eran una catequesis viva. Sus risas, sus carreras por los patios y su capacidad de asombro eran un recordatorio constante de la vitalidad que la infancia aporta a la familia. Cada jornada, entre manualidades, canciones y descubrimientos, dejaba en ellos un pedacito del Evangelio, grabado en el corazón.

Además de la parte académica, el Seminario de Segorbe se transformó en una verdadera comunidad. Los matrimonios se turnaban para encargarse de las diferentes tareas: la liturgia, el orden del comedor, el coro, la fotografía o las actividades vespertinas de recreo. Otros organizaban el piscolabis de media mañana o coordinaban a los monitores de los niños. Lo que en otro contexto podría ser simple logística, allí se volvía signo de comunión: cada tarea, por pequeña que fuera, tejía el clima de fraternidad que envolvía toda la semana.

Las comidas eran un capítulo aparte. No se trataba sólo de alimentarse, sino de compartir. Las mesas se convertían en foros improvisados donde los adultos intercambiaban experiencias y los niños narraban, entre carcajadas, sus aventuras. El sabor de los arroces, las frutas frescas de la región y la sencillez de los platos se mezclaban con la riqueza de la convivencia. “Poder compartir conversación con otros matrimonios con tus mismas circunstancias e inquietudes es algo que nos ha enriquecido mucho. El momento del comedor, intercambiando distintos temas, nos ha aportado mucho”, comentan Rocío y Ángel, otro de los matrimonios participantes

Las tardes abrían espacio a actividades familiares y visitas a diferentes lugares de la zona y encuentros de tiempo libre. Era conmovedor ver a matrimonios, sacerdotes y niños interactuar, descubriendo unos y otros una mirada nueva. Los adultos aprendían a recuperar la frescura de la infancia, y los pequeños experimentaban la paciencia y el cuidado de los mayores. De todas las salidas que se han organizado, una de las más especiales ha sido visitar el Santuario de la Cueva Santa, que guarda la imagen de la Virgen de la Cueva, de gran devoción en toda la región. Allí, bajo tierra, todos pudieron poner ante la Virgen sus intenciones, rezando juntos el Rosario. “El Máster para nosotros ha sido una constatación de que queremos ser como la Sagrada Familia de Nazaret, vivir juntos en oración para llevar al mundo el amor de Dios. Y en eso también ha sido importante las actividades que hemos hecho por la tarde, especialmente visitar la Virgen de la Cueva”, comentan por su parte María y Pedro.

La propia ciudad de Segorbe ofreció respiros que enriquecen la experiencia. Para los niños, cada excursión era también una aventura; para los adultos, una pausa para respirar y dejar que lo vivido se asentara en el corazón. De hecho, hemos podido ganar juntos el Jubileo yendo en peregrinación a la catedral de Segorbe y orando allí por el Papa y por toda la Iglesia.

Al caer la tarde, antes de la cena, era el momento del Rosario en familia, todos juntos ponían su mirada en María, para desde allí mirar al Misterio de la Salvación de Jesucristo.

Y por la noche tenían lugar veladas y tertulias que han hecho crecer a unos y otros en confianza y a compartir testimonios personales de cómo Dios está salvando a cada familia. También se ha celebrado la Hora Santa, juntos ante Jesús en la Eucaristía, hemos aprendido a agradecer, a alabar y a poner nuestra mirada en Él frente a cualquier circunstancia de la vida.

Uno de los momentos más emotivos llegó con la gran cena de gala. Matrimonios, sacerdotes y el diácono compartieron relatos personales de sus vidas, con sus alegrías y sus desafíos, mostrando cómo la fe había sido sostén en medio de pruebas. Hubo lágrimas y hubo risas, silencios cargados de emoción y brindis que resonaban como ecos en los corazones. Todo ello inspirado en la vida de diversos matrimonios santos, que sirven de inspiración y demuestran que la vida familiar es también un camino hacia el cielo.



La semana ha pasado volando, como suele pasar cuando estás disfrutando de un momento especial. Y así llegó el sábado 9 de agosto, con la misa final como broche. La liturgia fue sencilla, familiar, festiva. Más que clausura, fue envío: la confirmación de que lo vivido no terminaba allí, sino que debía continuar en la vida cotidiana de cada hogar. Los rostros mostraban un brillo distinto, como si la luz de aquellos días hubiera quedado grabada en la mirada.

Hubo abrazos largos, promesas de volver a encontrarse, intercambio de fotografías y de contactos. Los niños, con su inocencia, fueron protagonistas de las últimas escenas: sus risas recordaban a todos que la pastoral familiar no es un proyecto abstracto, sino vida en abundancia.

Al despedirse de Segorbe, cada familia llevaba consigo algo más que apuntes o recuerdos. Llevaba la certeza de haber compartido un pedazo de cielo en la tierra. Porque en esa semana se unieron conocimiento, fe y afecto; conocimiento y vida; oración y convivencia. La pastoral familiar se mostró no como un discurso, sino como una experiencia tangible de Iglesia viva: familias que caminan juntas, sacerdotes que acompañan, niños que iluminan con su alegría, jóvenes que aportan su mirada fresca.

En el corazón de Segorbe, entre claustros bañados de sol, calles empedradas y noches estrelladas, se tejió una historia que difícilmente se borrará. Una historia de amor en mayúsculas, de amistad sincera, de comunidad que se sabe enviada. Una crónica que, al recordarla, sigue latiendo como si aún resonaran las risas infantiles en los patios del Seminario.

Tendremos siempre todas estas experiencias en nuestro corazón, junto a la Virgen María.

Un afectuoso saludo a todos,

Josué e Isabel